1.02.2007

Isaac Asimov. Mi escrito favorito.



En una gaceta on line de la UNAM leí un pequeño ensayo que Asimov ecribió como introducción al libro La relatividad del error. Me gustó mucho y aquí se los comparto.

Estuve escribiendo los ensayos de este libro
al ritmo de uno por mes durante treinta
años. Al principio me gustaba hacerlo,
y esta satisfacción no ha disminuido a lo
largo de los decenios. Todavía ahora, apenas
puedo esperar a que pase cada mes
para poder escribir el siguiente artículo.
Debo decir que tanto The Magazine of
Fantasy and Science Fiction, que ha publicado
mis ensayos sin falta en cada número
de la revista desde noviembre de
1958, como Doubleday, que ha publicado
las colecciones de los ensayos desde
1962, me dejan plena libertad de acción.
Dejan que escriba sobre el tema que quiera
y que lo presente como me apetezca.
Aunque se trata de ensayos sobre ciencia,
en ocasiones puedo escribir un ensayo
sobre un tema no científico si lo
deseo, y nadie se queja.
Además, no hay peligro de que algún
día me quede sin temas. La ciencia es tan
vasta como el universo, y se refina de año
en año a medida que los conocimientos
progresan. Si escribo ahora un artículo
sobre superconductividad, será necesariamente
un artículo distinto del que habría
escrito un par de años antes. Sigue...


Hay en todos estos ensayos un estímulo
personal, porque para poder escribirlos
tengo que organizar mis posibles
conocimientos sobre el tema y darles consistencia
con los materiales que pueda
encontrar en mi biblioteca de referencias.
En definitiva, debo educarme a mí mismo,
y siempre acabo sabiendo más cosas
sobre cualquier tema después de haber
escrito el ensayo que antes de empezar;
esta autoeducación es un motivo permanente
de placer para mí, porque cuanto
más sé, más plena es mi vida y mejor
aprecio mi propia existencia.
Incluso cuando mi autoeducación resulta
insuficiente, y cuando acabo entendiendo
algo al revés, por descuido o por
ignorancia, mis lectores tienen un carácter
tal que siempre recibo cartas donde
me explican mi error, cartas siempre corteses
y a veces algo inseguras, como si el
lector no pudiera creer realmente que yo
estaba equivocado. También agradezco
este tipo de educación. Quizá me ruborice,
pero aprender es siempre algo que
vale la pena.
Más importante todavía es la sensación
que tengo de que quienes leen mis ensayos
acaban a veces comprendiendo algo
que antes ignoraban. Recibo un número
considerable de cartas que me explican
precisamente esto. Es maravilloso también
recibirlas, porque si sólo escribiera para
ganar dinero, todo el esfuerzo sería una
simple transacción que me permitirá pagar
el alquiler y comprar alimentos y vestidos
para la familia. Si además soy útil a
mis lectores, si los ayudo a ampliar sus
vidas, tengo motivos para creer que vivo
para algo más que la simple satisfacción
del instinto de conservación.
Por otra parte, comparemos la ciencia
con otros intereses humanos: por ejemplo,
las competencias deportivas profesionales.
Los deportes remueven la sangre, excitan
la mente, despiertan el entusiasmo.
En cierto modo canalizan la competencia
entre partes distintas de la humanidad
hacia actividades inofensivas. Sin

embargo, después de
algunos partidos de futbol, por
ejemplo, se producen enfrentamientos
que desembocan en derramamientos de
sangre, aunque todos estos desórdenes reunidos
no pueden compararse con las matanzas
de una batalla pequeña, y –por lo
menos en Estados Unidos– el beisbol, el
futbol americano y el baloncesto se disputan
sin que suceda nada más grave que
algunos puñetazos en las gradas.
No me gustaría que desaparecieran los
deportes (especialmente el beisbol, que
es mi afición favorita), porque con esta
desaparición la vida sería más gris y nos
privaría de muchas cosas que quizá no
tienen sustancia pero que nos parecen
esenciales.
Y sin embargo, si nos apuraran, podríamos
vivir sin los deportes.
Comparemos ahora la situación con la
ciencia. La ciencia, si se utiliza correctamente,
puede resolver nuestros problemas
y hacernos un bien superior al de cualquier
otro instrumento de la humanidad.
La llegada de la máquina convirtió la esclavitud
en algo totalmente antieconómico
y acabó aboliéndola, mientras
que todos los sermones morales de personas
bien intencionadas apenas consiguieron
nada. Será la aparición del robot
lo que elevará la mente humana y la liberará
de todas las tareas aburridas y
repetitivas que entontecen y destruyen la
mentalidad del hombre. La llegada del
avión a reacción, de la radio, de la televisión
y del disco fonográfico permitió que
las personas más corrientes tuvieran acceso
a las visiones y los sonidos de los
triunfos humanos en arquitectura y bellas
artes, que en épocas anteriores sólo estaban
al alcance los aristócratas y de los ricos.
Y así sucesivamente.
Por otra parte, la ciencia, si se utiliza
incorrectamente puede aumentar nuestros
problemas y acelerar la destrucción de la
civilización e incluso la extinción de la
especie humana. No es preciso que
hable de los peligros de la explosión
demográfica -debida en tan
gran medida a los avances de la medicina
moderna-, de los peligros de
la guerra nuclear, del increíble nivel
de contaminación química que
padecemos, de la destrucción de los
bosques y de los lagos por la lluvia
ácida. Y así sucesivamente.
Por consiguiente, la ciencia es
muy importante porque por un lado nos
trae vida y progreso y por otro destrucción
y muerte. ¿Quién debe decidir el uso
que se dé a la ciencia? ¿Debemos dejar
la elección de nuestro futuro en manos
de una élite? ¿O debemos participar en
él? Es evidente que si la democracia tiene
algún sentido, si el sueño americano
tiene algún sentido, deberíamos escoger
que nuestro destino dependiera, por lo
menos en cierto grado, de nuestra propia
voluntad.
Si creemos que debemos escoger a
nuestro presidente y a nuestros congresistas
para que sólo puedan elaborar leyes
que nos gusten, deberíamos también
mantener la ciencia bajo nuestro control,
y sólo podremos hacerlo de modo juicioso
si por lo menos entendemos algo
de ciencia.
Consideremos ahora de qué modo
los periódicos y otros medios de información
se ocupan de los deportes,
la cantidad y detallismo de los
datos especializados que ofrecen al público
y que el público se traga con insaciable
voracidad. Y pensemos en la
falta abismal de información científica
significativa en todos los periódicos,
excepto en
los más importantes
y avanzados.
Pensemos
en las numerosas
columnas sobre astrología
y en la falta de información
sobre astronomía. Pensemos en los
reportajes detallados y entusiastas sobre
ovnis o sobre personas que doblan cucharas
con la mente, y las escasas referencias
a los descubrimientos relativos a
la ozonosfera: lo primero pura charlatanería
y lo segundo una cuestión de vida
y muerte.
En las circunstancias actuales, todo lo
que podamos hacer para rectificar este
desequilibrio es importante, por poco que
sea. El cielo es testigo de que, a pesar de
la gran calidad de mis lectores, su número
absoluto es relativamente reducido, y
que mis esfuerzos para educar alcanzan
quizá a una persona entre 2 mil 500.
Sin embargo, seguiré intentándolo y
continuaré infatigablemente mis esfuerzos
por llegar a los demás. Es imposible
que con mis esfuerzos aislados pueda
salvar el mundo, ni siquiera podré cambiar
nada de modo perceptible, pero me
sentiría muy avergonzado si dejara pasar
un día sin intentarlo una vez más.
Tengo que dar un sentido a mi vida, por
lo menos para mí, si no para los demás,
y escribir estos ensayos es uno de los
medios principales para llevar a cabo
esta tarea.


Gracias a la Dirección General de Divulgación de la Ciencia



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